La placita es recogida, en el pavimento de recios adoquines oscuros, un trasiego de ociosas palomas gorjea sin levantar el vuelo. En el centro, se alza una fuente que vierte un agua fresca por cuatro caños de cobre matizados de verdosa herrumbre.
La plaza está bulliciosa, un vendedor de mojama proclama a los cuatro vientos su mercancía con voz aguda para quien quiera escuchar. Una bandada de negras golondrinas se recorta contra el cielo azul de la placita, hay niños aquí y allá que juegan e inventan griteríos, parroquianos que pasean despreocupados, señoras que parlotean entre ellas sentadas en los bancos de piedra que enmarcan la plaza, y fieles que entran y salen de la iglesia.
Calmado, ante el cuadro del que era testigo, descubrí unas notas de guitarra que partían desde uno de los bancos frente a mí.
Sentado al otro lado de la plaza, un muchacho tenía posada en su regazo una guitarra con la que desmenuzaba las notas de una soleá, el inesperado trovador tendría mi edad, era bajito de estatura, tenía ojos marrones que giraban constantemente en sus órbitas como queriendo abarcar con la mirada el principio y el final de los tiempos; lucía barba de hombre maduro, su pelo ralo comenzaba a clarear dibujando una prematura calva.
Escuché contento hasta que dejo de tocar, entonces me levanté dispuesto a conocer más del intérprete.
—Que guapo sonaba eso, ¿de quién es?, —dije iniciando la conversación.
El muchacho, mientras limpiaba el mástil de su instrumento con un esponjoso trapo amarillo respondió.
—De Vicente, ¿tú tocas también?
En lugar de responder a su pregunta argüí.
—Vamos a tomar unas cervezas y charlamos ¿vale?, me llamo José, —dije extendiendo la mano.
—Santiago —dijo alargando la suya.
Hechas las presentaciones nos refugiamos en un bareto acogedor donde uno se podía emborrachar sin molestar ni ser molestado.
Tomamos bastantes cervezas, de pie, bien apoyados los codos en el mostrador. Nos sinceramos el uno con el otro y nos hicimos partícipes con pelos y señales de todos y cada uno de los capítulos de nuestras vidas.
Santiago era un soñador irremediable, siempre dispuesto a involucrarse en las causas más desvalidas, (cómo pude comprobar meses después). Ambos leíamos los mismos autores, Herman Hesse ocupaba el primer puesto en nuestra lista, seguían Kafka, Joyce, Camus y algunos más pertenecientes a diferentes corrientes y estilos. Nuestros poetas resultaron ser Lorca, Bécquer, Keats y Bob Dylan.
Sobre música y literatura hablamos y hablamos hasta bien transcurrida la madrugada.
Cuando nos cerraron las puertas del bar, regresamos a la plaza, y bajo el manto de aquella noche mágica, mezclamos flamenco, cosas de Bob Dylan, Hendrix y los Doors.
Al día siguiente peregrinamos hacia Francia. Allí hicimos nuestra música en los cafés y calles galas. En París, mi amigo se hizo cargo de su destino y marchó a Cuba en busca de no sé qué revolución. Diluimos nuestras vidas quedándonos él y yo con nuestros inagotables recuerdos.
De la novela, Fue en Sevilla.