Anoche volví a perderme en los pasillos del tiempo.
Ella, mi ex, aparecía entre mensajes de Instagram, donde las palabras ya no sabían a nada. Sentía el corazón seco, como si las letras se deshicieran antes de llegar a su destino. De pronto, su voz rompía el silencio, temblorosa, llorando. Me llamaba, arrepentida, pero su llanto se mezclaba con la distancia. Apenas entendía sus palabras, solo el eco de un “perdón” que ya no sabía dónde encajaba.
Y entonces, como si el sueño se abriera en dos, la vi a ella… a Natalia.
Caminaba bajo la luz suave del atardecer, sujetando la correa de su perro. Su sonrisa, la misma de aquellos recreos, me devolvió el aire. Nos cruzamos, nos saludamos, y el mundo se detuvo. No dijimos casi nada, pero nuestras miradas hablaban un idioma que nunca olvidamos.
Sentí que la vida, o el sueño, me daba una oportunidad:
cerrar lo que ya no arde… o abrir el alma a lo que siempre esperó.
Quizá era un aviso, o tal vez un regalo.
Porque hay encuentros que no ocurren por casualidad,
sino porque el corazón, aun dormido, sigue buscando su hogar.



