Aguantar el dolor, aguantarse las lágrimas, sonreír mientras llueve por dentro, avergonzarse del sentimiento.
No nos queda otra: Nos estamos marchitando.
Fingir los sentimientos, evitar transitar las emociones. El ahogo y el desahogo como sucesos que debemos vivir a puertas cerradas, interiormente y dentro de nuestro espacio reducido de tacto y caricias, aislados de otras pieles que nos oigan, que nos toquen, que nos abracen y acaricien.
Qué duro y sacrificado suena el sentimiento, ¿verdad?.
Una vida es demasiado tiempo para habitar en una misma y reproducida zona cero. Donde el impacto duela, las ondas regresen a nosotros como un bumerán, nos arrasen las entrañas, y donde, además, deba suceder una catarsis que nos permita retomar el vuelo, aunque un tanto atrofiado. Y todo ello, sin ruidos ni medias voces, encuadrados en un cartel que dice: Silencio, se rueda.
Se rueda película sobre dolor ajeno, sobre sal propia e impetuoso duelo. Se rueda lo que será un próximo y esperado estreno, donde los espectadores podrán ver sin abrazarte, oír sin escucharte y juzgar sin conocerte. Bonita introspección, pero qué crudo se hace reflexionar a voces aunque en soliloquios constantes y demoledores.
A veces, el dolor o la tristeza nos recuerdan que seguimos sintiendo.
Comuniquémonos más a través de las lágrimas igual que de las sonrisas. Comuníquenos de piel, de emoción a emoción. No es sólo cuestión de inteligencia emocional y empatía, es también humanidad y necesidades primigenias.
Aún nos queda otra (basada en la esperanza original): Sentir que nos sentimos es lo que nos hará florecer de nuevo.