Me fui sin culpa y dejé sembrado un reguero de pólvora quemada tras la explosión.
Una vez que el fuego dio paso a lo inerte, el hastío era todo lo que habitaba dentro de mí. Antes de ese momento y desde el umbral de la puerta, vi la cama revuelta, almohadas apiladas y girasoles marchitos.
La habitación rezumaba una mezcla de olor a pena y brisa de decepción; era imposible no oler el perfume de la traición. El corazón me latía bajo el ritmo esclavo de una melodía con notas de crueldad. Pero la duración de una canción es de tres o cuatro minutos, no más; era el tiempo suficiente para enjugar las lágrimas con la punta de mis dedos y secar la emoción que me hablaba desde el pecho.
No perdí más el tiempo porque había llegado la hora de dejar el naufragio y comenzar a avanzar a nado.
Rebusqué en el armario y saqué mi cajita de recuerdos. Abrí el cajón de la cómoda por si encontraba allí mi sobre con cartas dedicadas, tarjetas de cumpleaños, fotos con historia y bordes rotos, y con la esperanza de hallar un mapa que me guiase hasta el tesoro, ese que me contase cuál era mi nuevo destino.
Tenía la imperiosa necesidad de salir de aquella habitación, que me ahogaba, que ya oxígeno no me regalaba. Aquella habitación, que más que verde esperanza me recordaba al color mustio y apagado del ciprés, ese árbol que sabe guardar silencio y rodea los camposantos.
En el preludio de una muerte del sentimiento, de duelo y entierro del verbo que nace en el corazón de los que se enamoran, ya amarte no era una opción.
Esa habitación ya tenía un halo de infelicidad tan abrumador que… tenía que salir de allí antes de que me impregnase esa sensación.
Antes de marcharme, abrí la puerta del balcón y me despedí del atardecer, que tantas veces me acompañó cuando salía a respirar en el silencio y tomar el sol.
Y tú me preguntabas que a dónde me iba.
—¿A dónde? —exclamé—. Pues a cualquier otra parte que rime con arte, ese que me gusta tanto y que voy a tener para olvidarte.