La vi atravesar las puertas acristaladas del salón que vibraba con las luces de las arañas blanquiazules que colgaban del techo del salón vienés de los espejos, y el olor a la humanidad joven desperdigada contra el largo mostrador de piedra veteada, y en los veladores distribuidos caóticamente por la sala.
Era delgada, vestía unos vaqueros ajados, un jersey de lana salpicado de múltiples tonos coloreados y botas camperas manchadas de barro seco que no dejaba huellas.
Era bella, sufría, a través de largos mechones de pelo castaño, unos ojos malignos y a la vez tiernos se dejaban entrever. La chica arrastraba un aire de infinito cansancio que me enterneció.
Con andar de exhausta docilidad se acercó al mostrador y pidió una cerveza. De pie, abarcando su entorno con timidez contenida ojeó a su alrededor buscando un lugar donde sentarse. Yo, no podía dejar de mirarla inquieto y excitado.
En ese momento se le acercaron tres muchachos jóvenes que principiaron a mofarse de ella llamándola piojosa indigente. El líder de la limitada panda se le acercó y la empujó haciéndola caer mientras los otros dos jaleaban la hazaña, ella, se encogía sobre sí misma como un insecto amenazado. Los muchachos se enardecían sin remedio, ella, soportaba los insultos con un aire de complacencia que me desconcertó. Indignado me levanté de mi asiento, caminé decidido hacia los individuos, y los miré con alcohólica violencia hasta que los jóvenes nos abandonaron.
Ya libre del estéril asedio de los matones, la tomé del brazo y la encaminé al mostrador con la intención de ofrecerle una copa que la ayudara a calmarse. La muchacha me dedicó una mirada displicente, retiró el brazo con suavidad, apuró la cerveza, y sorteando la bulliciosa multitud, cruzo la puerta de cristal del salón vienés de los espejos, y se perdió dentro de la húmeda noche sevillana.
De la novela, Fue en Sevilla.