El gran Premio

El gran Premio

Le parecía increíble pensar que había ganado, debió mirar el billete una y otra vez para convencerse de esto. Hacía años había forjado la creencia de que el universo estaba en su contra, posiblemente porque en su alma se encontraban pocas cosas buenas; ya se lo decía su madre cuando niño, era un inútil, un triste error, un cruel castigo. Y ese castigo se había prolongado hasta aquel día, hasta aquel billete, hasta que vio reflejados en la pantalla de su computadora sus números.

No se trataba de la lotería nacional, sino de un sorteo al que había accedido a través de un amigo, en el cuál se repartirían distintos premios, pero a él le había tocado uno gordo: una casa. Junto con el correo electrónico, donde se le anunciaba la noticia, se mostraban algunas fotografías de lo que significaba el inicio de una nueva vida, lo que había estado esperando quizás desde la adolescencia, donde su existencia y su personalidad comenzaron a completar espacios vacíos, a significarlos y entonces, a construir un sendero en el cuál jamás se había sentido cómodo.

En el correo se le prometía una casa de dos pisos, con jardín, con piscina, con árboles, con limoneros y con luz, mucha luz y mucho aire para por fin respirar como le prometían algunas meditaciones. Fornalutx, le auspiciaba el mensaje, un pueblo de Mallorca, refugiado a la sombra de la sierra tramuntana. Él siempre había vivido en Bizkaia, en Basauri, una localidad cercana a Bilbao, siempre en el mismo departamento, en el cual había fortalecido su inseguridad, su rendición para con un mundo que jamás le había dado una chance real de mostrar algo de su potencial. Luego del fallecimiento de sus padres, el pequeño departamento había quedado para él, pero aún solo, la sombra de cada una de las palabras de sus padres se seguía repitiendo en las paredes.

La noticia no le había permitido pegar ojo en toda la noche. Ahora, con el sol de la mañana, miraba por la ventana, sin siquiera parpadear, con ojos ciegos que aprendieron a mirar solo hacia adentro, donde la realidad toma el color que uno desea, donde es posible extirparle agua al desierto, donde los deseos se cumplen y la vida regala caricias. Allí estaba, de pie, apoyando sus antebrazos en el marco de la ventana abierta, disimulando observar la pequeña porción de monte que le permitía su visión algo obstaculizada por los edificios vecinos, imaginándose ya en su nuevo hogar, con sus frutas y sus gallinas. El departamento lo alquilaría o lo pondría en venta y viviría de ese dinero, según sus cálculos le sería suficiente. Conocía perfectamente sus gastos, los cuales no demandaban más que un plato caliente en la mesa, algún guiso de lentejas, unas fetas de jamón por la mañana y algo de pescado. Lo restante lo conseguiría de su propia producción: las olivas, los limones, las mandarinas, los huevos, etc. Todo estaba resuelto.

Había sido citado a las 15:00 en una oficina ubicada en el casco antiguo de la ciudad, a unos cuantos metros del teatro Arriaga. Pero aún eran apenas las 9 de la mañana, y quedaba un largo rato para que llegara el momento donde tendría en sus manos los papeles de su nuevo hogar. Logró despertar del trance en el que se encontraba desde la noche pasada, se preparó algo de café y tostó algunas rebanadas de pan que luego untaría con manteca y mermelada. Quiso comunicarse con aquel ex compañero del bachiller, aquel que le había ofrecido participar del concurso para contarle la noticia y, por supuesto, agradecerle, pero no hubo caso, su teléfono estaba apagado. No importaba, habría tiempo para conversar, y llegado el caso lo invitaría a pasar algunas semanas a las montañas para juntos revivir viejas anécdotas y brindar por la tan anhelada paz.

La armonía le había sido siempre esquiva, no producto de su rutina, esta había sido bien pensada para evitar todo tipo de estrés. Se había procurado un trabajo tranquilo, atendía un pequeño almacén que le había dejado su aita que estaba justo debajo de su departamento. Su vida no era agitada, su departamento era tranquilo, lugar donde pocas veces siquiera se pronunciaba una palabra, a excepción de alguna frase lanzada al espejo, pero este rara vez se atrevía a responder. Ni siquiera algo de música osaba a cortar con la monotonía del aire, todo era silencio, todo era vacío y allí, entre la quietud más pura, la silueta del hombre se movía con cautela. No, la falta de paz no tenía que ver con el entorno, sino con lo que habitaba en sus entrañas, con aquellas voces que ni la muerte había sido capaz de silenciar. De ellas buscaba escapar, ya que estaba convencido de que se aferraban a las paredes de aquel departamento, a los muebles, a las ollas, a la cama. Descansaba en el mismo colchón donde lo solían hacer sus padres, sábanas con sabores de nostalgia, con memorias que indecisas discutían por cuál emoción arrancar; algunas noches revivían la seguridad de quién se siente acompañado, otras tantas, la desdicha del que no encuentra ternura en la boca de su madre. Pero en las montañas encontraría el aire que se encargaría de asfixiar todas aquellas historias, y las voces que se solían repetir quedarían por siempre encerradas en Bizkaia.

Al terminar con las tostadas se dirigió a su ropero, y comenzó a examinar con detalle sus prendas. Encontró un traje, uno que se había comprado muchos años atrás para el casamiento de algún primo, uno que jamás había vuelto a usar. Se lo probó con la delicadeza del artesano y, satisfecho, le sonrió al espejo. No, no era un casamiento, pero sin dudas era un día con aires de celebración.

Era ya la 13:00 de la tarde, no había conseguido pegar bocado tras las tostadas, y tenía claro que no lo podría hacer al menos hasta que tuviera la confirmación del premio que sabía suyo. Entonces se predispuso a viajar hacia la dirección que le habían hecho saber, llegaría algo más temprano de la hora pactada, pero estaba bien, mejor temprano que tarde, se dijo. Tomó sus llaves, su cartera, su boina, sus lentes y su tarjeta Barik; el bus lo tomaría en la esquina. Aquello lo sentía como una despedida, sabía perfectamente que volvería al departamento pero ya no sería lo mismo, aquella sería la última mañana en la cual la sentiría como su casa, al llegar aquella tarde, su ventana ya ofrecería un cuadro que solo tendría que ver con el pasado.

Al bajarse del bus, se encontró nervioso por primera vez, sus manos le temblaban, como también sus labios y sus párpados. Aún faltaba poco más de una hora para que dieran las 15:00, pero esperaría en la puerta, o en alguna plaza cercana. Al llegar a la dirección, se topó con una larga fila de personas que esperaban tras una pequeña puerta cerrada con el número 35 sobre ella. Sus manos se escondían dentro de los bolsillos, y su mirada buscaba siempre el piso, como intentando pasar desapercibido, como quien siente que debe ocultarse de los demás. Se acercó tímidamente hasta la puerta, donde apoyada contra el muro del edificio, se encontraba la primera de la fila. A esta le preguntó si estaba allí por lo del sorteo, a lo cual ella, indiferente, le respondió que sí, como lo hacían también todos los demás y le aconsejó que tomara su lugar en la larga fila. Sin responder palabra alguna, como si su lengua se hubiese enredado, balbuceó algún sonido incomprensible, apretó con fuerza los puños (consecuencia de un nudo que se tensaba en su pecho) y, caminando algo dudoso, se sumó a la fila. Desde allí atrás casi no podía ver la puerta, y pensó que se enteraría cuando se abriese por el movimiento de los demás. Asomó su cuerpo sin apartarse de la fila para espiar hacia adelante y vio cómo aquella mujer hacía lo propio en su dirección. Sin saber bien porqué, improvisó un saludo, moviendo con timidez su mano, y ella, desde la distancia, desenfundó una leve sonrisa e hizo el mismo gesto con su mano derecha. Inmediatamente se volvieron a sus respectivas posiciones algo avergonzados.

Dentro de una tarde en la cual el tiempo no tenía prisa y maquillaba cada minuto para que estos se vieran como horas, finalmente dieron las 15:00 de la tarde. Inquietas, las personas de la fila comenzaban a murmurar, llamaban por teléfono entusiasmados, otros un poco más desconfiados comenzaban a lanzar reclamos al aire, y otros tan solo se alejaban tímidamente algún que otro paso de la fila para intentar espiar que sucedía allí adelante. El reloj marcaba las 15:30 y aún la puerta se mantenía cerrada. Con respecto a él, estaba tranquilo, entendía que ese tipo de cosas podían suceder, un poco de retraso no era algo que lo sorprendiera, ya había esperado tanto por este momento que unos cuantos minutos más no le significaban un gran problema. A decir verdad, no solo no estaba disgustado por la situación sino todo lo contrario, conservaba su alegría y su entusiasmo, el cual había aumentado al ver que cada algunos minutos aquella mujer se asomaba para verificar si él seguía allí. Era el 48 de la fila, ella lo sabía, lo había estado mirando con cautela cada dos por tres. La fila había crecido en esta última hora, y ya debían ser cerca de 70 personas esperando porque la pequeña puerta verde se abriese. Él, entonces, sin ánimos de abandonar la fila para conservar su lugar, le tocó el hombro al señor que se encontraba delante de él y le pidió si podía pasar un mensaje hacia más adelante, con el objetivo de que le llegara a la mujer que se encontraba encabezando la fila. “Pregúntele como se llama, si es tan amable caballero”, le dijo asumiendo el rol de un niño que no sabe bien cómo proceder. Podía observar como el mensaje avanzaba a lo largo de la fila, entre miradas divertidas, otras un tanto desconfiadas, interrumpiéndose con miradas extrañadas que se dirigían al final de la fila, como buscando al culpable, al atrevido, al enamorado. Finalmente el mensaje llegó a ella, quien estalló en una risa desencajada. Su respuesta le llegaría algunos minutos más tarde por la misma vía: “Irati”. Inmediatamente, la pequeña puerta se abrió, y ella se perdió dentro del edificio.

La fila avanzó rápido y, entre tanto movimiento, no pudo advertir donde había escapado aquella mujer. Se oía a la gente salir conforme del recinto, algunos con cupones para salir a cenar, otros con posibilidades de alguna noche en un hotel, otros con vouchers para sesiones de masajes, etc. Él se había llevado el premio gordo, y ya no podía esperar más para tenerlo en sus manos. Por fin fue su turno, y sin mayores inconvenientes, un grupo de hombres le hicieron firmar algunos papeles y le entregaron otros. Tenía los documentos de su nuevo hogar, tenía su llave, completamente amueblada, lista para mudarse. Esa misma noche compraría el boleto de avión, pensó.

Se sentó en el banco de una plaza a disfrutar del momento, cuando advirtió a Irati sentada un poco más allá leyendo un libro. Se acercó sin dudarlo, aquel día los planetas se habían alineado conspirando a su favor, de aquello no tenía sospecha. Se saludaron cortésmente, ella lo invitó a sentarse a su lado y dejaron correr los minutos entre palabras que fueron abandonando las formalidades para pasar a ser algo más íntimas. Sin poder ocultar su entusiasmo, terminó por confiarle cual había sido su premio, lo cual despertó en el rostro de ella un gesto de asombro exagerado. Su premio habían sido dos boletos de avión a Mallorca, para partir al día siguiente. No quedaba más que agradecerle al sol, a la luna, a Neptuno y a Saturno. De pronto, la vida se había acordado de él. Compartieron un café, compartieron la cena y compartieron los premios, obedeciendo al capricho del destino.

Una pequeña valija bastó para guardar lo poco que quería arrastrar de la vieja vida a la nueva. Se encontraría con ella en el aeropuerto, el almacén permanecería cerrado hasta encontrar un comprador, al igual que el departamento; todo eso se podría gestionar desde la isla, pensó. Aterrizaron en Palma, tomaron el tren que los dejó en el pueblo de Sóller y un taxi terminó por acercarlos a la dirección de su nuevo hogar. Ella tenía el pasaje de vuelta para dentro de 10 días, si lo usaría o no seguramente dependería de su naturaleza, pero él había reconocido en sus palabras, en sus gestos, el mismo dolor que habitaba en él y sabía que ella necesitaba de esta historia tanto como él, y qué mejor que comenzarla juntos.

El GPS del taxista no encontró la dirección, y se disculpó de no conocer el pueblo con detalle, pero les prometió que los dejaría en el corazón del mismo. Preguntaron a vecinos, a policías, intentaron comunicarse con las autoridades que organizaron el sorteo, con quienes les habían vendido los billetes y con su ex compañero del bachiller una vez más, pero no había caso, nadie conocía aquella calle, y aquellos que debían de tener respuestas no contestaban sus llamadas. Su pecho se encogía cada vez más con el pasar de los minutos, y comenzaba a sentirse realmente ridículo parado en medio de la plaza con la valija en mano, desconcertado, vulnerable, y con ella a su lado que lo miraba con desazón. Pasaron las horas y comenzaba a caer la noche, ya habían recorrido cada rincón del pueblo, ya habían consultado a toda persona viva, no había más nada que hacer, aquella casa no existía. Se decidieron por alquilar una habitación en un pequeño hotel, comer algo y así pensar juntos cómo seguir.

Ya entrada la noche, entre el silencio de las montañas y de sus labios, miró por la ventana y se encontró con la oscuridad, pero principalmente con la calma, extraño encontrarla de pronto allí, en ese contexto. La paz lo envolvía todo, y en su cabeza ya nadie hablaba. Había conseguido por fin el coraje para irse de aquel departamento, para alejarse de aquella tierra que siempre lo había tenido a mal traer, había llegado más lejos que nunca, y su mano ya no estaba vacía, ahora la de ella la abrazaba. Podemos quedarnos igualmente, le dijo ella abrazándole la cintura por detrás; podemos vender todo lo que tenemos allí y conseguir esa casa que el cielo nos prometió.

Entonces, de un teléfono anónimo volvió a marcar el número que lo había estado ignorando todo el día, y cuando por fin una voz le contestó del otro lado, él finalmente pudo agradecerle; y luego tan solo se permitió llorar, y por primera vez, su llanto nada tenía que ver con la tristeza.

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