El diablo en el balcón

El diablo en el balcón

La noche es una de tantas noches de agosto, calurosa, brillante, llena de incipientes estrellas que se insinúan en la joven negrura.

El cuarto es pequeño, el techo es alto, las paredes encaladas de añil tienen grietas a modo de heridas enconadas que no sanan, una cama con la cabecera de tubos metálicos que perdieron su lozanía mucho tiempo atrás se arrincona demasiado cerca de un ropero cuyas puertas enmarcan espejos que deforman la realidad.

Al otro lado, a la derecha de la cama, hay una mesita de noche, sobre esta, en un vaso de cristal con agua y aceite, arde una lamparita de cartón, la llama del pabilo proyecta débiles reflejos en las estampitas de vírgenes dolorosas y santos de mirar melancólico. Más allá, un balconcito da a la calle, de sus ventanas abiertas de par en par cuelgan visillos pretenciosos que se balancean al compás de la brisa nocturna.

Colgado del ventanuco, hay un diablo simiesco de cabeza peluda, ojos mezquinos (como corresponde) que miran maliciosos al niño, quien tirita por la fiebre, empapado de sudor frío.

Hace calor a pesar de la fresca brisa que se cuela en la habitación. El niño delira, oye truenos y trompetazos que anuncian la llegada de la corte de diablos, el hombre del saco y el mantequero. El sonido estridente de las cornetas le asusta, en el aire hay presagios de algo malo, el demonio travieso brinca de una ventana a otra sonriendo con risa familiar. El niño se encoge temeroso, quiere hacerse muy pequeño para que el diablo no le vea, pero el demonio peludo brinca y salta entre las ventanas del balcón y se burla de sus temores.

Los tamborazos, ahora se cuelan en el cuarto más fuertes y amenazadores. En la calle, la gente grita y jalea la procesión de la virgen del Carmen y la banda de cornetas y tambores que la precede, ignorantes del drama que tiene lugar en mi cuartucho en casa de la abuela…

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