Carmilla (S. Calderón)

Carmilla (S. Calderón)

He escrito este microrrelato para divertirme declinando la monstruosidad en femenino… Carmilla es una novela fantástica publicada en 1872, unos años antes del Drácula de Bram Stocker. Narra la seducción y muerte de una joven aristócrata inglesa, Laura, por su protagonista, la vampira Carmilla. Mi texto es un homenaje a la novela, el personaje y la literatura gótica…


Empujó la pesada puerta de roble cuidando que no chirriasen las bisagras y avanzó por el corredor, deslizándose como una sombra. Sus pies descalzos rozaban apenas el helado mármol, la seda de su vestido ligero crujía a cada movimiento. El pelo le caía sobre los hombros. Caminaba determinada, con la cabeza erguida y un brillo feroz en los ojos, las mejillas tremendamente pálidas, empujada por el hambre infinita de un animal al acecho.

Si ojos indiscretos hubiesen contemplado la escena, la imagen habría permanecido sin duda hasta el día de su muerte en la mente del curioso: el talle diminuto, el paso imperial, la cabeza erguida como una diosa de la muerte. Y ese brillo en los ojos, esos dientes delicados con los que ahora se mordisqueaba apenas el labio inferior mientras pensaba.

Se detuvo un instante al llegar al pie de la escalera. Se divirtió observando su ausencia en el inmenso espejo que le hacía frente, ensayando con risa queda unos pasos de baile. Pero el hambre ancestral, desatada, insondable como un abismo de dolor, la alcanzó de nuevo. Subió el primer peldaño, una alfombra recubría la escalera. Habría aliviado a otra la mordedura helada del mármol en la carne, pero no a ella. Hacía ya varios siglos que no experimentaba sino hambre, deseo y placer animal de sentir la vida palpitando en sus sienes, en sus venas.  

Subió el último peldaño, con infinita lentitud pese al ansia. Le gustaba pensar en Laura, que dormía el sueño de los justos tras la tercera puerta a la izquierda. Su pelo como los trigos, sus ojos transparentes, sus mejillas infinitamente rosadas, que conservaban aún la curva y la suavidad de la infancia, pese al cuerpo ya de mujer. Sus conversaciones agitadas e insustanciales, encantadoras, dibujaban los contornos de su pequeño y edulcorado mundo: la severidad de su padre; las manías de su madre; las flores del jardín; los platos de Nanny; algún lejano príncipe que la salvaría. A la vez conmovedor y ridículo; fascinante y tan lejano… Jugaba con ella como con un ratón y era sin embargo tanto más que un ratón… Era su juguete, su deseo, su vida, su fascinación.

Mucho antes de abrir la puerta, desde la escalera, percibió el olor a ajo y la acompasada respiración de Laura. El olor la hizo sonreír con el salvajismo y la maldad que le provocaban siempre esas estúpidas supersticiones. Los vivos le parecían tan ridículamente vulnerables, aferrándose a ellas como un niño a su muñeco. Quedaba poca gente que supiera morir con dignidad, poca gente a la que la excitase matar.

Y Laura. La respiración de Laura. Sus latidos acompasados. Su sueño agitado, sus balbuceos mientras soñaba, su pelo regado sobre la almohada. Entró en el cuarto sin hacer ruido. Las tinieblas eran impenetrables, pero hacía ya mucho que no necesitaba luz. Se detuvo al pie de la cama y se sentó en el borde. Laura dormía con la garganta al descubierto, los lazos de un camisón de algodón desatados sobre el pecho. La contempló. Podía ver las marcas azulada de las venas bajo su piel; ver subir y bajar su pecho, con cada respiración.

Sabía que había llegado el momento. La vida aún palpitaba en Laura y sin embargo su fuerza disminuía. La había desangrado trago a trago y beso a beso. Con calma, con sensualidad, con método y sin sentimentalismos, más allá de la fascinación, como un auténtico animal de muerte. Le pesaba no volver a sentir eso. ¿Sería amor? ¿Puede un monstruo amar? ¿Puede amar otra cosa que a sí mismo, sus deseos desatados, sus simas de hambre y de placer? Era difícil asegurarlo, pero le pesaba no volver a verla. Por eso la miraba. Se llenaba los ojos con ella, rememoraba cada instante pasado a su lado. La enternecía su simplicidad, su despreocupación, su mundo sin matices ni complejidades que ahora desaparecería con ella.

El hambre volvió a asaltarla. Una vena palpitaba en el cuello de Laura, acercó la boca casi sin poder impedirlo. En los ojos tenía ahora una mezcla de bestialidad y dolor. Atravesó la piel delicada con los colmillos, alcanzó el sagrado manjar y comenzó a succionar lentamente, prolongando el momento que la separaría de ella. Ahora, cada latido de su corazón latía también en ella. Por un instante, efímero, estaban unidas. Perdió la cabeza y se dejó transportar lejos de allí, el cuerpo disuelto en el espacio, disuelto en Laura. Súbitamente volvió. El último latido en su sien, la última palpitación en su amada. Se desprendió del cuerpo con un desgarro. Sabía de antemano que la perdería por su propia mano, que la perdería y se perdería, una vez más, una de las que había vivido en su apretada no-vida. Se hallaba sin embargo como desollada. Paradójicamente, estaba más bella que nunca: en las mejillas un rubor digno de la primera juventud, los ojos negros fijados en el suelo, apenas visibles bajo las larguísimas pestañas, la desordenada cabellera cubriéndola, dejando apenas intuir su perfil. En sus brazos descansaba aún el cadáver macilento de Laura. No se atrevió a mirarla una última vez, no podía. Cerró los ojos y se la rememoró el primer día, jugando en el jardín con el perro, corriendo como una niña con el pelo revuelto en la luz crepuscular del atardecer. Sin mirarlo, dejó el cuerpo inerte sobre la cama, con algo que en otra vida hubiera llamado quizá dolor y que ya no sabía cómo llamar.

Se levantó como movida por un resorte y avivó el paso mientras se dirigía a la ventana. La abrió con determinación, contempló la noche: el cielo negrísimo, sin luna, las estrellas brillando como punzones de hielo. Un mundo gélido y profundo, su hogar por toda la eternidad. Subió al alféizar, el viento le acariciaba el rostro. Saltó, con una carcajada, a la vez triste y embargada por la indescriptible ebriedad del monstruo saciado.  Un instinto salvaje de vida empapaba cada poro de su piel.

Sara Calderón

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