No sé cómo explicarlo, pero desde que me regaló aquel peluche perfumado, algo cambió en el aire.
Su aroma suave y dulce se ha quedado a vivir en mi habitación, como una brisa que no se va.
A veces, cuando el olor llega a mí desde la distancia, me hace volar,
como si de pronto volviera a vivir en verano.
No el verano de los calendarios, sino ese verano interior
en el que todo parece posible,
donde la luz pesa menos y el corazón respira distinto.
Hay algo de sol en su perfume,
algo de calma, de sonrisa, de tiempo detenido.
No es solo un aroma: es una promesa,
un puente invisible que une su presencia con la mía,
aunque no estemos juntos.
Y así, entre el perfume y la memoria,
descubro que abrirse al amor no es temer al invierno,
sino dejar que alguien te regale su verano.



