Fue poco a poco.
Un gesto que no era suyo.
Una frase dicha por compromiso.
Una risa que no le nacía.
Y después, otro día igual.
Y otro.
Y otro más.
Y así, sin darse cuenta, empezó a borrarse.
No fue de golpe.
No hay drama en la renuncia.
Solo desgaste.
Primero dejó de mirar a los ojos.
Después, de opinar.
Más tarde, de reír.
Poco a poco, fue volviéndose invisible incluso para sí mismo.
Una presencia funcional.
Alguien que nunca molesta.
Y así, día tras día, fue cediendo terreno,
hasta ocupar solo el espacio que no se reclama.
Nadie notó su ausencia.
Porque seguía allí.
Pero él ya no estaba.



