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DEJADME ENTRAR

Doce campanadas anunciaban la media noche. Las calles, oscuras y vacías, cubiertas de blancura invernal, simulaban la misma carencia de vida de un camposanto. No obstante, en la esquina de la Calle de Poniente número 23 una cálida luz resplandecía desde los ventanales, cual irresistible convite ante los ojos del desamparado.

Aquella menuda figura que deambulaba sobre la nieve en la más absoluta soledad quedó inmóvil ante la puerta de cedro, adornada con una inmensa aldaba de bronce con forma de querubín. Sus manos trémulas ya no hallaban el calor necesario en los bolsillos saturados de agujeros de su raída chaqueta y armándose de valor pidió entrar, sin atreverse a acercarse.

Recordaba cada detalle de aquel pórtico, incluso la losa suelta del primer peldaño. El murmullo de voces y risas familiares llegó a sus oídos, colmando su corazón de melancolía y al mismo tiempo de resentimiento. Dejándose llevar, reanudó su demanda, ahora con mayor ímpetu. La nevada se abatía en gruesos copos sobre su cabello azabache, humedeciendo su rostro desencajado. Las luces multicolores del árbol de Navidad, las activas siluetas jubilosas de los niños y mayores tras el cortinaje bordado, le recordaron amargamente la reunión hogareña que tanto anhelo le provocaba cada año. Sus ojos centellearon. ¡Tan solo deseaba su juguete! ¡Tan solo necesitaba un corazón amable que lo guiara a través de la oscuridad!

Gritó aún con más fuerza, hasta convertir su voz en un áspero alarido que hizo retumbar los pilares del tejado. Súbitamente, las luces del interior parpadearon violentamente hasta apagarse, mientras el fuego del hogar se extinguía con un brusco chasquido. La casa quedó en penumbra, ahora enmudecida; no obstante, la puerta continuaba cerrada para él. ¿Acaso nadie era capaz de reaccionar y ver que había un ángel en medio de la nieve?

− ¡Miren, miren hacía aquí! ¡Soy yo! ¡Tengo miedo pero he vuelto a casa! ¡Aún tengo pesadillas pero prometo obedecer! ¡Dejadme entrar! ¡Mamá… papá!

Silencio. Observó sus manos, atormentado. Fue entonces que las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas carentes de rubor. El rojo encarnado de la sangre aun teñía sus dedos cual sustancia viscosa y repugnante. Su juguete… su juguete era la llave para abrir la puerta pero nadie lo sabía, nadie lo veía. Era todo lo que deseaba.

Y fue entonces que las memorias le asaltaron en estampida, forzándole a endurecer su mirada, su corazón, si todavía quedaba rastro de él; al tiempo que subía el último peldaño hasta estar a un palmo de aquella mustia aldaba. No quedaba ningún lugar donde descansar, ningún lugar donde esconderse, aunque las luces se mantenían extintas y los rumores se hubiesen ahogado.

La puerta se abrió con un chirrido oxidado. En el interior percibía en mayor medida la frialdad que en el exterior, pero él conocía el motivo. Aquel no era su hogar, sino el vacío de su castigo, de su martirio.

La dolencia del cuerpo persistía en acompañarle en el pasado. Su familia lo aborrecía por ello, al menos fue lo que siempre sospechó dadas sus miradas cargadas de desdén y sus constantes palabras condescendientes. Confinado en su habitación de por vida hasta el día en que no Dios, sino el libre albedrío de uno de Sus hijos, decidió por Él.

En la mañana víspera de Navidad, su hermana mayor le había concedido su primer obsequio en mucho tiempo: un oso de felpa, maltrecho por el constante uso. El marrón claro de su pelaje podía confundirse con la suciedad impregnada en su cuerpo, por partes descosido en sus extremidades. El lazo rosa que solía adornar su cuello una vez, se hallaba desteñido y desgastado. Sin embargo, aquel gesto lo recordaba como el instante más feliz de todos. La compañía de aquel juguete indeseado por los demás lo confortaba, puesto que le recordaba a sí mismo.

− Ambos nos haremos compañía por siempre. Prometo que nunca más estarás solo.

Balbuceaba mientras lo abrazaba contra su pecho entre los cobertores de su camastro desvencijado.

Aunque se le advertía una y otra vez que los enfermos no solían ser visitados por la magia, cada año nacía en su corazón una nueva esperanza; creyendo escuchar el tintinear de unas campanillas en algún lugar fuera de su ventana, anhelaba percibir los tan esperados pasos penetrar en la penumbra de su aislado espacio.

− Duerme y así no sentirás dolor. No importa lo que hagas, no puedes huir. Nadie podrá protegerte esta vez.

Esas últimas palabras, dulces pero crueles, se le antojaron cual trozo delicioso de pastel envenenado; aquella mano ciclópea cubriendo su boca, el resplandor perverso en esa mirada sujeta a la sombra que se inclinaba sobre él, no le impidió estrechar a su peludo amigo con mayor fuerza entre sus brazos. ¿Acaso realmente no era digno de la magia sino de las pesadillas? ¿Acaso Krampus no mostraba piedad por los niños que oraban cada noche al buen Jesús?

− ¡He sido bueno… ¡He sido bueno! ¡La sopa estaba fría y por eso no obedecí a mamá! ¡Pero no lo volveré a hacer!

Aquella súplica se atascaba en su garganta, imposibilitadas de materializarse.

El resplandor filoso de la aguja se elevó sobre su cuello. Segundos antes de caer sobre él en una sola estocada, el reflejo de su superficie le mostró el verdadero escenario que arrancó su corazón, que selló su destino: el rostro de su padre carente de compasión alguna mientras empuñaba una jeringa impregnada en cianuro; no sin antes arrebatarle su preciado juguete de las manos, no sin antes regalarle un último beso de buenas noches, a la espera de un Santa Claus que nunca pudo ser testigo de su cálida luz ahogándose lentamente entre las mantas de su habitación.

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